Por años amé la leche. Bebía leche todos los días desde la mañana hasta la noche en todas sus presentaciones.
En mi época escolar, desayunaba Milo (El Cola-Cao colombiano) diariamente, acompañado de un trozo de queso y pan, o arepa (tortita de maíz colombiana) con queso. A la media mañana, todos los días, sin excepción, tomaba un yogur de frutas con unas galletas; de almuerzo (comida), no faltaba alguna preparación con queso, mantequilla o salsa bechamel y de merienda, cómo no, un batido de frutas con leche. En la cena, a veces incluía queso en la ensalada o comía un sándwich, por supuesto, de queso.
Este hábito fue protagonista en mi vida de manera automática durante más de 20 años y yo no me había fijado mucho en él, hasta que viví por primera vez en el extranjero sin la custodia de mis padres. La vida me llevó a compartir casa con un chico sudafricano, en ese entonces pescetariano (no carnes, excepto pescado, no lácteos, no huevos…) y comencé a notar que, a diferencia de él, lo que yo más consumía era leche.
Desde mi infancia me habían acompañado los dolores estomacales, el estreñimiento, el reflujo (que aún controlo) y la hinchazón abdominal nocturna, y para mí todo esto era algo… digamos… normal. Cuando este chico supo de mi «problema», me recomendó dejar la leche por un tiempo, aprovechando que me estaba animando, poco a poco, a seguir su régimen y así lo hice.
Fue entonces cuando reemplacé la leche de vaca por la de soja (que en principio me parecía asquerosa), luego probé la de almendras y más adelante otras, como la de arroz, la de coco y la de avena. En cuanto al queso, fui disminuyendo el consumo a mi ritmo, hasta llegar a un mínimo, que conservo aún hoy (debo confesar que se me antoja un trozo de vez en cuando y la pizza sin queso para mí pierde todo su encanto). La leche achocolatada, la crema de leche (nata), el yogur, el kéfir, el kumis, la bebida de avena colombiana (que tiene leche) y los helados de crema (nata), los descarté de mi dieta por completo.
En poco menos de 3 meses pasé de consumir lácteos en exceso a casi cero y los cambios los comencé a notar inmediatamente. Los lácteos suelen dejar una sensación de pesadez en el estómago y a mí, en particular, me producían gases. La hinchazón abdominal, el tránsito intestinal lento y los dolores desaparecieron y al sabor me acostumbré, al entender que no podía ser igual al de la leche de vaca.
Ya han pasado 9 años desde entonces y no he dado marcha atrás. Lo que comenzó como un experimento, hoy para mí es una decisión vital. Como resultado, hago mi propia leche de almendras en casa o la compro en el supermercado, en reemplazo de la otra leche. Aprendí a tomar chocolate y café con leche de soja u otras vegetales y el otro (el que llaman «normal») me sabe raro, preparo otras versiones de la bechamel, del arroz con leche (en la foto) y hasta del flan. El yogur vegetal por suerte es fácil de conseguir en cualquier país, excepto en Colombia, donde aún ser vegetariano/vegano es un desafío (esta historia, para otro post).
Invito a quien quiera, que experimente vivir unos días, meses o años sin o con un mínimo porcentaje de lácteos, a ver cómo resulta…