Ecos de una grieta
En los recovecos de mi memoria se filtran recuerdos de mi infancia. Las imágenes de mi abuela Julia se despliegan como un tapiz inmutable, tejido de momentos que parecen resistirse al paso del tiempo. Su presencia era y es como un susurro en medio del ajetreo diario, un recordatorio de una autenticidad simple y profunda. Frecuentemente me encuentro regresando mentalmente, e incluso en sueños, a ese rincón de su cocina donde su mirada solía perderse más allá de la ventana, entre las sombras de los árboles y los cambiantes tonos del cielo.
En mis sueños, la impronta de su presencia se manifiesta como una forma particular de transmitir sabiduría sin imponerla, quizá debido a su capacidad para escuchar el latido del mundo sin pretensiones. Sus manos curtidas, surcadas de caminos como quien lleva una vida entera entre los dedos, solían sostener alguna labor entretejida que nunca llegaba a completarse ante mis ojos. Quizás, pensé años después, no era algo que no terminara de completarse, sino que tal vez simplemente entendía que no todo debe llegar a su fin, como un principio finalizador que acalla la ausencia.
Mientras sus dedos hábiles desmenuzaban ingredientes para el puchero, escudriñaba el dolor que todos escondemos. En una de mis ensoñaciones, conversamos y, su voz dice: «El dolor es como una piedra en el río de nuestra vida. Pero recuerda, no se trata de quitarlas todas, sino de aprender a dejar que el agua fluya sobre ellas». Esta metáfora se convirtió en una guía silente en los momentos en que mis propias aguas internas se agitaban, haciéndome reflexionar sobre cuán a menudo me esforzaba por la perfección, temiendo el desastre que provocan los propios zarandeos.
En medio de esta voz interna que proviene del fondo de los silencios se amplifica un eco que arrullaba y despertaba a la vez, desde lo más profundo de cada quien, siempre hay una ausencia esperando ser nombrada. Y si no aprendemos a vivir con ella, como con las sombras que acompañan al final del día, esa ausencia se convierte en una cadena que arrastramos de por vida. Mientras me arrullaban estas palabras, bebía a sorbos de una bebida que nunca logré identificar del todo, pero cuyo aroma dulce-amargo encajaba con la paz de alguien que conoce bien sus propios rituales.
Sus frases, precisas y repletas de significados ocultos, me acompañaron mucho más allá de la niñez, de los sueños y de la adultez vivida repetidamente. Con los años, entendí que pesaban no por su complejidad, sino por tocar aquellas verdades inevitables que a menudo evitaba enfrentar. ¿Por qué nos resulta tan difícil hacer las paces con nuestro(s) vacío(s)? En la infancia, casi por inercia, aprendimos a llenar cada espacio: a cubrir el silencio con palabras, los días con actividades y los corazones con certezas fabricadas. Pero en ella, en sus ojos que parecían haber vivido más vidas que años, podía leer con una suavidad imposible de ignorar que no necesitaba llenar un hueco para que deje de doler – me basta con aprender a mirarlo y dejar de temerle. Así comienza, la sanación».
Con el tiempo, mientras me adentraba en el mundo de la terapia comprendí la profundidad de este movimiento. Desde mi acompañamiento como terapeuta, he visto rostros que buscan respuestas rápidas a preguntas profundamente arraigadas, y reflexiono sobre cuánto necesitamos a veces una mano que no nos ofrezca soluciones, sino comprensión. Los silencios cálidos compartidos con mi abuela de niño me guían y me enseñan el valor de este espacio donde las palabras no siempre son necesarias para sanar.
La praxis terapéutica me ha mostrado cómo nuestras historias personales, con sus luces y sombras, son el hilo que nos conecta a todos y al todo. Mientras observo a las personas —y a mí mismo, con una mezcla de ternura y rigor—, pienso en lo que hemos acumulado, como una montaña infinita de agravios que nunca termina de llegar al cielo. Esa tendencia inconsciente a cargar a ”al/lo otro” con lo que nos falta, como si fuera responsabilidad ajena remediarlo, es un juego de espejos distorsionados: al tratar de imponer nuestras carencias disfrazadas de quejas, exigimos amor desde nuestras heridas abiertas y buscamos redención en verdades que ya sabemos que no son reales. Pero mi abuela, en mis ensoñaciones, es claridad: nuestro trabajo no consiste en que lo externo llene nuestros vacíos; cada persona debe enfrentarlo y desmenuzarlo con paciencia, aunque aderezarlo con reproches parezca más fácil.
El temor de no ser suficiente, de no merecer amor, de que nos atrapen nuestras imperfecciones, nos lleva a construir una piel gruesa. Nos endurecemos y nos ocultamos tras máscaras de fuerza que no son más que armaduras hechas de dudas y fantasías. Sin embargo, su presencia desde su silla junto a la ventana, siempre es un recordatorio contra ese engaño: Amar no es otra cosa que permitirte ser herido, porque en la vulnerabilidad, está la verdadera conexión. Y amar de verdad empieza aquí, dentro de ti. Estas palabras, mitad promesa, mitad desafío, me siguen como un eco en cada rincón de mi vida. A pesar de su belleza, vivirlas nunca ha sido fácil. Sanar, duele tanto como la herida que pretendo reparar. Una lección que aplico no solo en mi vida personal, sino como un bastón filosófico en mi práctica laboral, acompañando las travesías internas. ¿Quién soy yo para hacer el trabajo de nadie?
Con los años, he llegado a pensar que lo que llamamos «errores o pecados» no son más que desvíos en el camino hacia la comprensión de uno mismo. Caídas que nos enfrentan a las partes de nuestra existencia que aún no sabemos abrazar, ni con amor ni con paciencia. Tal vez, cada traspié sea una enseñanza disfrazada, una oportunidad para iluminar esos rincones oscuros que hemos evitado mirar. Y aunque a veces el peso de nuestras faltas parece insuperable, la luz encuentra su camino, incluso en los senderos más escondidos. Al amor se llega poco a poco, pienso, recordando cómo mi abuela cocinaba con su cuchara de palo. No todos lo encuentran al mismo tiempo ni con la misma profundidad. Y está bien así. Hay quienes se pasan la vida aprendiendo que el amor es un destino que se construye, y no un lugar al que se llega corriendo».
Ahora veo al tiempo como un viejo amigo, lento pero constante, y no como ese enemigo inquebrantable con el que solemos medirnos. Pienso mucho en esto cuando la inmediatez del mundo moderno parece exigirme resultados perfectos y rápidos. ¿Y si el aprendizaje no es lineal, sino como un río que serpentea hasta llegar pacientemente a su destino? Amar —a los demás, al mundo, incluso a mi— es ese tipo de proceso: no ocurre de repente, sino en fragmentos, y en esos fragmentos rompemos y reconstruimos los pedazos de nuestra humanidad.
Hoy, cuando el eco de sus recuerdos regresa, me pregunto si vivía desde sus propias ausencias, desde las heridas que tuvo que aprender a amar mientras cocinaba sus días y noches en silencio. Pero entonces recuerdo algo que ella me enseñó sin pronunciarlo: no todo se encuentra en las palabras. Algunas verdades se aprenden en el tacto, en el momento en que tejes tu propia desnudez sin vergüenza de las heridas. Las grietas no necesitan ser reparadas, porque siempre fueron parte del tejido del diseño humano.
Y ahí radica, creo, la ternura más radical que alguien puede tener hacia sí: mostrarse con sus propias cicatrices, sin esperar a que sea curadas, sino entendiendo que siempre estuvieron allí para contar nuestra historia, una historia que, como la de mi abuela, desafía al tiempo y sigue latiendo.