“El último fortín”
Leyendo y escuchando conversatorios estos días sobre el caso Errejón, más allá del impacto mediático, me doy cuenta de que se trata de una resonancia mucho más íntima y personal. Hay temáticas que traspasan la frontera de lo personal. Como si mi confianza en la humanidad fuera más inocente de lo que creo.
Condenar y dar por hecho que alguien es malvado, que se ha sabido disfrazar muy bien, entre la persona y el personaje, es un relato ampliamente difundido. A veces no somos tan maquiavélicos o por lo menos no de forma tan consciente e intencionada. Ahora bien, por mi trabajo desde la psicoterapia, sé que muchas veces, nos fusionamos (fusión-confusión) entre la persona y el personaje, y justo esto, nos (lo) complejiza. ¿Acaso no podemos ser seres con contradicciones e incoherencias? ¿Necesitamos un monstruo para validarnos humanos?
Es necesario un discurso que contenga la complejidad humana y social y más, hablando de sexualidad, deseo, violencia, guerras. A veces es más fácil tragarse un discurso de un referente que ponerlo en cuestión. Depende de donde viene, hay frases que son deterministas y, por tanto, generan malestar, confusión o violencia. Las afirmaciones no se pueden tomar en una frase, en la que queremos decir todo, en un cartel, un titular, una expresión que me dijo mi terapeuta, mi maestro, mi gurú, mi referente social o político. ¿Con cuántos caracteres queremos decirlo todo?
Lo esencial es no normalizar asintiendo verdades que camuflan una violencia estructural de seguir dando lecciones y verdades absolutas que reparen la injusticia que, tal vez, sufrimos en nuestra infancia.
Así es que erre que erre con los discursos repetidos. En la era de la información, donde los discursos se repiten como mantras y las posiciones se tornan inamovibles, asistimos a episodios que desafían nuestra percepción sobre la integridad y el compromiso social. Uno de estos casos es cuando un icono político o figura pública, identificado por su discurso progresista y feminista, cae en prácticas que desafían precisamente los valores que proclama.
Es en estos momentos cuando se revela la complejidad de la naturaleza humana y las trampas invisibles del protolato subliminal que provee el patriarcado. El impacto de estas situaciones recae fuertemente sobre aquellos y aquellas que realmente creen en la lucha por la igualdad y los derechos humanos. Son tiempos donde la mezquindad y la psicopatía social parecen normalizadas por un bombardeo constante de información sin digerir, que llueve sobre una sociedad desgastada y arruinada anímicamente.
Se vuelve crucial tener la valentía de continuar luchando por los derechos de las mujeres y de todas las personas en situación de vulnerabilidad. No podemos seguir escondiéndonos detrás de discursos ensayados, ni cobijarnos bajo una falsa superioridad moral por el simple hecho de pertenecer a una ideología política o creencia personal. La verdadera lucha implica confrontar nuestras propias contradicciones y trabajar desde la honestidad, la empatía y la integridad.
Este círculo de la violencia que provee el imaginario infantil de las heridas y todos sus derechos dañados, no tiene un corte político delimitado, aunque en su forma más hiriente y polar (son los fundamentalismos que se instalan en nuestras democracias; los que niegan el género, el cambio climático y su impacto en nuestra psique, psicólogica, social y estructural, etc.). Cuando las narrativas se polarizan, como en los casos ampliamente mediáticos de figuras públicas, es necesario profundizar en los contextos antes de lanzar juicios apresurados. Necesitamos transcender la superficialidad de los discursos y trabajar en soluciones que realmente toquen el fondo de las problemáticas sociales.
Los discursos mediáticos desde lo mental (desde los valores o la subrogación de éstos), en la aceptación social y, la búsqueda de aprobación de las mujeres (de algunas) o de un feminismo imperante, puede resultar un mecanismo ciego para alguien que no tenga un modelo vivido o transitado sobre sí mismo. Esto puede acarrear después, que un individuo pueda sacar rédito de eso, o sea, que bajo el paraguas de “buenismo” se disfracen aspectos amodiantes que camuflan esa violencia contra la que proclaman discursos de forma coral.
Me llama la atención la pobre reflexión, el punitivismo social y político, la moralidad sobre el eros reprimido y domado, sin acuerparse de los anquilosados circuitos por los que hombres y mujeres estamos subsumidos por el patriarcado subliminal. Las respuestas simplistas a problemas complejos suelen ser tentadoras, pero es en la aceptación de la complejidad donde se encuentra la verdadera oportunidad de progreso. Al aceptar nuestra humanidad con todas sus contradicciones, podemos iniciar un camino de transformación personal y colectiva que nos lleve a un mundo más justo e igualitario.
Y hablando sobre esta complejidad, para aceptar-se, se requiere visitar, el último fortín: que es el reducto de un impulso o “pulso libidinal” que contiene una energía tanto tierna como agresiva. Las dos son necesarias para la vida, para abrirse y tomar contacto con la transversalidad del ser humano, una encrucijada “entre” lo personal y lo colectivo, lo íntimo y lo social, lo animal y lo divino, lo ontológico y lo histórico.
El último fortín está dentro de nosotros y, pulsa por recobrar la ilusión de aquello que resistió frente a la devastación de la propia inocencia y a la aceptación del propio amor como criatura sintiente, sensante y pensante. En pos de recobrar aquella urdimbre primigenia de amor, se torna en una pulsión de devoración, ya sea de cuerpos o de objetos, o de cuerpos convertidos en objetos, que hoy tenemos grabada a fuego en lo más profundo de la carne, independientemente de si somos de izquierdas o derechas, de lo que pensemos o digamos. Esa pulsión destructiva se concreta en muchas formas distintas de “consumición” brutal del mundo que amenazan con llevar a un punto de no retorno la vida sobre la tierra.
Esta encrucijada, también muestra, el entramado psíquico y la diversidad entre el carácter de cada persona, su clase, género, raza, orientación o identidad. Así es que no se trata simplemente del “neoliberalismo” o del “patriarcado”, sino, además, de cómo estos se manifiestan en cada uno. Cada cual debe lidiar con la modalidad específica de su rasgo neurótico que, como síntoma, es absolutamente responsable (aunque sea altamente inconsciente). Y a la vez esa pulsión hace masa en tendencias sociales, colectivas e históricas, altamente destructivas.
En esa encrucijada de lo libidinal reside para mí el enigma difícil en el que tropezamos una y otra vez las personas, y en el que se encallan una y otra vez los proyectos de emancipación colectiva. Un enorme desafío a la vez personal y político en el que nos jugamos todo.
En un mundo donde las pulsiones destructivas, por la subyugación del instinto sano, la enajenación del cuerpo en la sociedad y en cada uno de sus individuos en su forma caracterial, parecen gobernar nuestros impulsos y acciones. Es imperativo volver la mirada hacia adentro, hacia el último fortín donde reside la caspa del monstruo que necesitamos explicar para existir, en cada uno de nosotros. Este fortín interno es el espacio que necesitamos habitar, donde se establece la base para construir la sociedad que verdaderamente deseamos. Se nos invita a embarcarnos en un viaje de (auto)transformación con el propósito de forjar un cambio auténtico, tanto a nivel personal como colectivo.
El concepto de «pulsión libidinal” estructura el carácter en un tipo de personalidad neurótica socialmente aceptada, que devora a la persona. Se presenta como una fuerza destructiva innata que nos impulsa a consumir de manera brutal, no solo objetos sino también relaciones humanas, transformando cuerpos en cosas desechables, cuerpos objeto versus sujeto deseante. Esta pulsión no discrimina ideologías ni identidades; se infiltra en las estructuras más profundas de nuestra psique y se manifiesta en comportamientos que amenazan con llevarnos a un punto de no retorno en nuestro entorno social y ecológico.
La sublimación de estas pulsiones destructivas —es decir, redirigirlas hacia fines más fructíferos y creativos— se convierte en un imperativo. Este proceso requiere un deseo decidido de autoexaminación y transformación personal, además del establecimiento de nuevos vínculos de complicidad y apoyo entre las personas. Aquí, “komunar” es crear espacios grupales donde se reflexiona con el cuerpo, en palabras de Óscar Wilde; “para nutrir al alma se necesita poblar al cuerpo de sensaciones”. Emerge un valor político fundamental, el cuerpo vivo, proporcionando un refugio seguro para la conversación abierta y honesta, lejos del juicio inmediato y del ruido mediático.
Sin embargo, la política tradicional a menudo cae en la trampa de los formalismos y reglas rígidas que, en lugar de solucionar problemas, los perpetúan. El cambio auténtico exige algo más profundo que protocolos y reglamentos, ajustes de cuentas y venganzas que vuelven a su incoherencia primaria (heridas de traición e injusticia con las figuras maparentales): requiere un compromiso valiente para revisarse lo propio y ser parte activa en la creación de un nuevo tejido social basado en el respeto mutuo, la empatía y la conciencia feminista.
En nuestros intercambios diarios, ya sea con amistades, camaradas o (des)conocidos, está la oportunidad de enfrentarnos a la complejidad del deseo, la agencia individual, y los desafíos de la convivencia en la diversidad. Estos espacios de diálogo reflexivos corporales son cruciales para plantear preguntas incómodas pero necesarias, explorando lo que no puede mencionarse en la esfera pública debido a la predominancia de la simplificación superficial y el moralismo.
Finalmente, en estos tiempos turbulentos, la clave radica en un deseo genuino de transformar nuestras vidas y relaciones. No es la culpa, sino la responsabilidad y el compromiso por cambiar, lo que tiene el potencial de generar un impacto real y duradero. Promover la conversación sincera y el apoyo mutuo es vital para salir de ese último fortín interior y, crear la sociedad que anhelamos.
Este viaje está lleno de desafíos orientados a nutrir nuestras conexiones humanas auténticas, fomentando una cultura de reflexión crítica (personal y colectiva) para erosionar las barreras que nos separan. Solo así podemos confrontar estos retos con el coraje, la voluntad, el esfuerzo y el compromiso que demanda este momento vital e histórico.
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