La ira, como todas las emociones, cumple una función adaptativa en nuestra vida. Señala algo que nos perjudica, nos hace ponernos en «modo defensa o ataque» ante un evento que nos daña, nos hiere o nos frustra. Algunas personas tienen una relación adecuada con ella, permiten su expresión y hacen un buen manejo de la misma; en cambio otras se ven muy afectadas, les domina de forma prolongada, intensa y frecuente, lo que lleva a un empeoramiento de su salud en general así como serios problemas en sus relaciones vinculares.
El primer paso para manejar correctamente esta emoción es la consciencia emocional, reconocer que eso que estás sintiendo o viviendo te está generando una fuerte activación física. Si crees que tienes dificultades para identificarla te animamos a cerrar los ojos, pensar en un momento que te generó mucha ira y etiquetarlo con un color además de asociar una sensación corporal. Por ejemplo, muchas personas perciben mucha tensión en la mandíbula, en el pecho o en los puños y le asignan un color intenso como el rojo o el negro.
También puede resultarte útil atender a los estímulos (desencadenantes), escenarios o situaciones que suelen causar que esta emoción aparezca. En este punto entra «la mente fría», la capacidad para razonar y reflexionar sobre lo que genera y activa esta emoción. Igualmente puede resultarte importante ir un paso más allá, es decir, ¿puedes identificar el para qué te sirve esta emoción? ¿Te viene algún recuerdo de tu vida en que hiciste un uso similar? ¿Qué consecuencias tiene en tu vida actual?
En terapia, además de estas estrategias, aprenderás a gestionarla de forma segura como por ejemplo aplicando técnicas de desactivación fisiológica, asertividad, comunicación… Una vez hayas conseguido esto, para mí viene lo más difícil que es mantener los cambios a largo plazo. Dentro de un encuadre terapéutico puede ser mucho más llevadero.
Para finalizar y a modo de completar esta nueva entrada del blog, os dejamos una reflexión (extraída de psicologia-estrategica.com) que se llama el papel arrugado.
Contaba un predicador que, cuando era niño, su carácter impulsivo lo
hacía estallar en cólera a la menor provocación.
Luego de que sucedía, casi siempre se sentía avergonzado y
batallaba por pedir excusas a quien había ofendido.
Un día su maestro, que lo vio dando justificaciones después de una
explosión de ira a uno de sus compañeros de clase, lo llevó al salón,
le entregó una hoja de papel lisa y le dijo:
— ¡Arrúgalo! El muchacho, no sin cierta sorpresa, obedeció e hizo
con el papel una bolita.
— Ahora —volvió a decirle el maestro— déjalo como estaba antes.
Por supuesto que no pudo dejarlo como estaba. Por más que
trataba, el papel siempre permanecía lleno de pliegues y de arrugas.
Entonces el maestro remató diciendo:
—El corazón de las personas es como ese papel. La huella que dejas
con tu ofensa será tan difícil de borrar como esas arrugas y esos
pliegues.
Así aprendió a ser más comprensivo y más paciente, recordando,
cuando está a punto de estallar, el ejemplo del papel arrugado.
Este breve historia evidencia la importancia de saber gestionar la ira, hacer un afrontamiento adecuado y que nuestras emociones no nos dominen. No se trata de no enfadarse si no de expresar el enfado de forma asertiva, con paciencia y respeto: no hablar desde la rabia, calmarse y evidenciar lo que nos genera tanto malestar sin recurrir a insultos, faltas de respeto y por supuesto, violencia. La ira es como una montaña rusa, sube y baja, acompañarnos será clave para nuestro día a día y evitaremos ir por la vida arrugando papeles.