El gran vacío de identidad crea enfermedades y estrés ante un territorio psicobiológico abandonado y carente de fronteras y límites. La anestesia afectiva debilita nuestras defensas y el sistema inmunológico. En las adicciones, la sustancia actúa como un resorte artificial protegiendo al adicto de enfermar. De ahí que los adictos tengan tanta dificultad en abandonar su sustancia sin trabajo terapéutico, porque al dejar el objeto quedan expuestos al vacío y a la enfermedad. En un funcionamiento saludable, las hormonas y neurotransmisores permiten que las emociones se conviertan en sentimientos duraderos capaces de ser verbalizados. Esto facilita el desarrollo de la identidad en un funcionamiento que llamamos sináptico afectivo vincular, gracias al cual se fortalece la inmunidad. Las personas suelen funcionar en modo sináptico emocional, se regulan de forma artificial y exógena por sustancias, vínculos y objetos. El sujeto sobrevive bajo la rama simpática del SNA, y como la palabra indica, simpático es alguien que no padece ni siente nada. Son personas que no escuchan sus propias necesidades y no sienten un verdadero afecto. Por el contrario, quien vive en funcionamiento sináptico afectivo desde la rama parasimpática, a través del SNA, autorregula sus ritmos psicobiológicos de manera natural y endógena (interna) por su propio sistema del hipotálamo. De esta forma se siente y siente al mundo con mayor profundidad, conecta con su dolor porque no lo suple, siendo más empático y solidario.
Para cambiar este sistema es necesario modificar las estructuras vinculares y creativas que fortalezcan la inmunidad de las relaciones y el apego que se forjaron en la infancia a través de una nueva reelaboración y reparación de los vínculos con las nuevas relaciones, entre ellas, la relación que se produce en terapia. Ya que la identidad y el territorio se constituyen en relación, existe un territorio vincular y una identidad inmuno-vincular que hay que fortalecer. En cualquier adicción existe un vacío de identidad provocado por un objeto único que regula de forma artificial el ritmo psicobiológico del individuo. Lo mismo ocurre con las enfermedades físicas, donde el sujeto se agrede a sí mismo porque no defiende su territorio psicobiológico. La persona enferma porque evita los conflictos relacionales y debilita su identidad. La curación y prevención surgen pasando de una identidad vertical a una horizontal, construyendo una identidad sentida y creativa ya que cuerpo y mente son una sola unidad indivisible.
El uso de cualquier droga o adicción aumenta la actividad del SN simpático y de la dopamina, afectando a la zona de toma de decisiones, creando una relación de poder y dependencia emocional mezclada con una falsa sensación de seguridad en el sacrificio de nuestra autonomía y libertad. Las personas no son enfermas ni están locas; están enfermas y necesitan sentir de nuevo sus fuerzas autorregeneradoras del inconsciente para curarse. La patología de la adaptación a una sociedad o relaciones tóxicas lleva a la persona a enfermar. Si vivimos en función del deber ser y deber hacer, el vacío es cada vez mayor. La represión de los afectos, no sentir ni expresarse, no deja paso al desarrollo de la identidad. De esta forma se anulan el espacio, los afectos y el tiempo, teniendo que buscar una regulación externa y artificial, ya sea la adicción al trabajo, a una pareja, al deporte o a cualquier droga, y si esto no es posible, acaba por pagarlo el cuerpo mediante síntomas y, si se cronifica, mediante la expresión de una enfermedad con la cual el cuerpo intenta parar, de manera inconsciente, el ritmo frenético y la falta de escucha de nuestras necesidades y afectos.
El paciente en terapia realiza producciones, asociaciones y relatos que reconstruyen su identidad. Mediante estas producciones, al igual que los niños durante el juego, se ofrece la oportunidad de reparar experiencias traumáticas gracias al mecanismo de la compulsión a la repetición, donde se dispone durante más tiempo del espacio para que la ambigüedad entre fantasía y realidad sea resuelta. Este es el espacio intermedio o transicional al que se refería Winnicott, donde se da significación durante los sueños, la terapia o la actividad lúdica, capaces de canalizar la ansiedad. Ya que crecer, madurar, es recorrer el camino que va desde la ilusión hasta la desilusión, de la dependencia primera de la madre a la independencia total. Desde Grecia ya se buscaba la capacidad de la purificación emocional y espiritual a través de la catarsis, donde se podía experimentar compasión, miedo, alegría o dolor al ver las pulsiones y deseos proyectados en personajes de obras teatrales. Los argumentos universales se repiten en el arte y en la psicoterapia, donde el paciente tiene la posibilidad de construir su propia narrativa, de dar sentido a sus deseos y representaciones inconscientes. La psicobiografía se mueve y modifica con cada sesión, permitiendo ensayar contradicciones y jugar con nuestros deseos y temores para producir cambios en la vida real. Desde niños, a través de los juegos, aprendimos normas, modelos de conducta, castigos y recompensas, y formas de ser y estar.
Debemos navegar en nuestro inconsciente, por las arterias afectivas y de la imaginación. Este espacio íntimo del que hablaba desbloquea la arteria afectiva vincular, permitiendo el desarrollo de la identidad que en la infancia se vio truncada. Navegar por nuestros recuerdos más remotos ayuda a que termine la anestesia afectiva que nos lleva a las adicciones de cualquier tipo.
Por ello, gracias a los avances en neurociencias y a las teorías de todas las corrientes psicológicas, debemos tener en cuenta y saber diferenciar lo sináptico afectivo de lo sináptico relacional, ya que la personalidad (persona) utiliza una especie de máscara para expresar sus sentimientos y a veces se pierde de esta manera su identidad, la capacidad de ser única con unas características que hacen que seamos quienes somos y a la vez podamos diferenciarnos. Cuando prevalece la personalidad corremos el riesgo de que nuestras neuronas funcionen en modo sináptico emocional, o lo que es lo mismo, que su circuito neuronal repetitivo nos lleve a un vacío en la identidad psicobiológica. La persona, para llenar este vacío, se pone una máscara social, se desconecta afectivamente, bloquea los afectos y con ellos la creatividad. Las emociones de esta forma fluctúan, pero son siempre las mismas, regidas por esta máscara, personaje o rol impuesto. Se crean recorridos neuronales para obtener placer o evitar dolor, siempre los mismos y ante conflictos o problemas no tenemos herramientas afectivo-vinculares para enfrentarnos a estas situaciones que generan malestar y sufrimiento, por lo que las personas enferman o tapan con un único objeto este dolor de manera adictiva. Por eso es tan importante fortalecer lo inmunológico-vincular para prevenir enfermedades psicosomáticas y las adicciones. Las adicciones no dejan espacio ni tiempo para que circulen los afectos por las arterias afectivas y creativas del inconsciente. Las personas pierden la capacidad de escucharse y estar solas, necesitan de un objeto o persona que rellene su vacío. El abuso y la adicción anestesian al sujeto, nos vinculamos siempre del mismo modo y esta anestesia afectiva vincular crea vacíos que desaparecen cuando el espacio es ocupado por un objeto adictivo o una enfermedad, creando una reducción del espacio íntimo y forjando una dependencia al objeto, a la aceptación social, al reconocimiento, que actúan como tapón. Las personas enferman cuando su sistema inmunológico está programado por algo exógeno (externo), por un único objeto que llena un vacío y hace insostenible la ausencia de regulación endógena (interna).
La adicción o enfermedad física actúa como un objeto único que regula de forma artificial, al igual que ocurrió en la infancia con unos padres que cubrieron sus necesidades a costa de sus hijos. El vacío creado en la identidad del niño se intenta llenar con un objeto único que sirve como regulador absoluto y hegemónico. En las adicciones y enfermedades, el afecto está suprimido. La adicción anestesia al sujeto, monopoliza su vida y afecta el funcionamiento psiconeuroinmunológico. La persona suple el vacío relacional con la droga o con un conformismo social, intenta satisfacer las necesidades de otros y se queda sin un espacio íntimo, lo que debilita su identidad diferenciada. Repite el mismo patrón infantil que dificulta su sistema inmunológico y crea fallas en reconocer, identificar y luchar contra los agentes patológicos y tóxicos internos, lo que le hace indefenso y enfermar. La sustancia adictiva actúa como una barrera para proteger al sujeto del vacío y de la enfermedad, pero es un parche que genera conflictos y desventajas difíciles de sanar. Al refugiarse en drogas o relaciones sociales conformistas y vacías de afecto, prevalece el deber ser y la búsqueda de aceptación, lo que conlleva pérdida de identidad. El funcionamiento psicosomático gira alrededor de la sustancia u objeto, creando la diada amo/droga, amo/enfermedad o amo/social, donde el tiempo y el espacio son regulados de forma externa y artificial, impidiendo un ritmo endógeno del propio organismo que conllevaría unas funciones fisiológicas naturales. El gran vacío lleva al sujeto a no tener ganas de vivir, a cumplir expectativas ya que los padres o cuidadores trataron al niño como único objeto para cubrir sus carencias. Los adictos son niños que fueron consumidos por sus padres en la infancia, por padres dependientes o codependientes (personas que cubren su vacío necesitando que les necesiten).
Según Mahler, para lograr esta individuación y ser una entidad diferenciada y autónoma, se debe tomar conciencia de quienes somos. Para esta tarea es necesario que en la fase del desarrollo infantil se supere la fase simbiótica, donde el niño pueda percibir que es una persona diferente a su madre. Actualmente, se debe dar una desidentificación que permita la separación-individuación del núcleo familiar tóxico. Esto se logra vivenciando formas de vincularse diferentes, relaciones reparadoras que permitan a la persona descubrir partes de sí misma, definirse como sujeto, respetarse, conocer sus ritmos, ser más independiente, más crítica, poner límites, romper barreras, crear modificaciones, explorar su mundo emocional y afectivo, en definitiva, que puedan expandirse como personas mediante un trabajo de introspección y autodescubrimiento, destruyendo las partes introyectadas que impiden disfrutar de la vida y construyendo una identidad propia.
La adicción significa aquello que no se dice o aquello no dicho. Produce una autoexigencia y una sobreadaptación donde la persona se comporta de manera cruel consigo misma, se culpa por todo y destruye aquello que intenta construir. De ahí la importancia de tener una identidad propia, romper con los guiones de vida y ser una persona diferenciada que se exprese sin miedo y en libertad. El funcionamiento psicosomático y las adicciones deben ser tratados como un problema profundo de la identidad, donde es muy importante tener en cuenta los vínculos afectivos y lo inmunológico-vincular. La dependencia a un objeto/persona esclaviza y deposita una imagen falsa de todopoderoso en el otro que es capaz de rellenar el vacío. La persona oscila entre emociones contrapuestas de euforia (cuando consume o tiene el objeto) y sensación de vacío (cuando está lejos del objeto). Se crea una identidad de falso self, una estructura defensiva que suple las funciones maternas de cuidado y protección. El sujeto permanece anestesiado y se relaciona de forma estereotipada, donde todo es bueno o malo; aquello que se sale de la simbiosis y del vínculo diádico es vivido como amenaza. La relación con las figuras de apego no permitió un vínculo sano que diera posibilidad a una terceridad. La relación con el objeto ahora funciona como única diada que anestesia los sentidos y el sufrimiento. Por suerte, la identidad es vincular y se constituye en los vínculos. Sanamos y enfermamos en relación con otros. Es importante diferenciarse y construir un proyecto de vida propio. Dejar las adicciones lleva a disfrutar de cosas que antes causaban aburrimiento, obliga a enfrentarse a las situaciones, a relacionarse de forma más auténtica y hermosa; al cambiar tú, también cambias a las personas que quieres. El vacío rellenado por adicciones no deja espacio para el sujeto; el interior queda abandonado y relegado al objeto omnipotente, lo que dificulta el encuentro con uno mismo en una falsa sensación de felicidad y obtención de placer inmediato como huida fácil del mundo afectivo y del dolor. Se calma de manera artificial la ansiedad ante el vacío, se siente euforia ante este objeto y, en su ausencia, regresa la sensación de vacío y depresión. Se asemeja a la presencia (cerca) y la ausencia (lejos) que el bebé vivió en relación con la madre; si se superó esta fase de separación, se tendrá una identidad diferenciada y autónoma. Si no se superó, entonces surgen los problemas, y se crea un imaginario social que da la falsa impresión de que el objeto exógeno puede suplir el vacío, donde es complicado saber lo que uno siente, necesita y quiere. También cumplen esta función los medicamentos que son parches que impiden revisar factores importantes que crean los síntomas, como la alimentación, el sueño y los vínculos familiares. El consumismo actual también lleva al sujeto a no tener espacio ni tiempo para cuestionarse a sí mismo. Al no estar pendientes de lo que esperan de uno, nos centramos en nosotros y podemos lograr movimientos y cambios en nuestra vida. En definitiva, construir un espacio íntimo y de conexión, desarrollar una base de confianza y seguridad en uno mismo.
Las adicciones son un apego artificial e inseguro a una distancia, vínculo y objeto que suple la falta de afecto y regula de manera artificial y negativa las emociones, creando una falta de conexión afectiva. Un buen desarrollo en el mundo afectivo se crea en la etapa infantil, de 0 a 5 años; para ello es fundamental la sensación de seguridad y confianza de las figuras de referencia. Estos modelos operativos internos se inscriben sobre los 5 años para resignificarse en la pubertad y se reproducen en cada crisis o cambio que experimenta la persona. Se necesitan padres con una base segura que den al niño la posibilidad de explorar y desarrollar su propia autonomía, seguridad y libertad. La madre o el padre en la infancia no ayudaron al bebé a tener unos ritmos endógenos, por lo que con la sustancia se busca un elemento externo o vínculo que los pueda regular, siendo otra vez consumido, como ocurrió con su primer vínculo. Consumen una droga, a la vez que ellos mismos son consumidos. El bebé se convirtió en una droga a consumir al ser utilizado para satisfacer las necesidades de los padres. Esto dio paso a que los ritmos naturales se desequilibrasen y fueran estructurados de forma abusiva, dando resultado a una persona incapaz de autorregularse, carente de confianza y seguridad en sí misma. El niño fue utilizado como «quitapenas», y seguirá con esta dinámica de abusos: consumiendo y siendo consumido por la sustancia, las enfermedades físicas y los vínculos que establezca. El apego abusivo utilizó al bebé como tapón o relleno, deteriorando los ejes de la identidad (tiempo, espacio, afecto e imaginación) y anulando las necesidades del bebé. Los cuidadores esperaron y exigieron atención y cuidados por parte de sus hijos. La persona creció con la necesidad afectiva de sentirse útil y reconocida. Su modelo de relación se activa de forma automática, generando situaciones de abuso y dependencia. Es necesario recuperar la inmunidad vincular con apegos seguros, donde la persona se relacione consigo misma, con los demás y con su entorno de forma saludable. En relaciones negativas, el sistema inmunológico se debilita, facilitando la acidez y autodestrucción de las células. Las relaciones equilibran el sistema límbico y recuperan la regulación endógena del ritmo psicobiológico que no se dio en la infancia. Por lo que el vínculo terapéutico es capaz de transformar y curar al sujeto, dando la posibilidad de instaurar el afecto y restablecer la homeostasis interna.
La persona que no pudo diferenciarse de sus padres ahora repite lo mismo; el paciente psicosomático se identifica con la enfermedad y el adicto se identifica con la sustancia/droga/vínculo que le consume. Hay que abandonar esta identidad artificial que proporciona un soporte artificial, rechazando la droga o sustancia para acceder al mundo interior.
Hay que ser muy valiente para dejar de ser utilizado como tapón o relleno, dejar de consumir para tapar y rellenar la propia existencia. Dar un salto al vacío para superar la dependencia y no tener que rellenar las carencias afectivas a través del consumo. Una parte de nosotros debe morir para que otra nueva pueda surgir. Hay que atravesar la melancolía narcotizada, renunciar a las relaciones adictivas; hacer el duelo por la relación de dependencia, maltrato y violencia forjada en la infancia. Esto ayuda a poder estar solo y disfrutar de ello sin necesidad de estar con alguien para tapar el vacío. La terapia ayuda a las personas a recuperar su identidad perdida.