La rutina de los días vencidos
El ritual de papá siempre fue un relato sobre la ingenuidad del tiempo. Mi padre siempre fue un hombre de misterios callados, de esos que no se confiesan ni en sobremesas ni en borracheras temerarias. Había algo en él, no un secreto oscuro, sino más bien un afán por lo inquietante, y en su virtud, la quietud. Un trazado sutil pero firme para enfrentarse a las turbulencias del día a día. Solo ahora, mucho después de su muerte, comprendo que aquella rutina tan minuciosa que observábamos en la casa era, en gran medida, su refugio. Y su resistencia.
Todo comenzaba al comenzar la tarde, antes de la comida, cuando las luces del salón dibujaban halos cálidos sobre las paredes cubiertas de estanterías. Papá llegaba del trabajo, se sacudía el abrigo y se dirigía a su mesa, la mesa que solíamos llamar simplemente la de ‘los encuentros’, un rincón del salón que era tanto un altar como un escondite. Allí lo esperaban un vaso grueso de cristal, una botella de whisky y un platito con frutos secos que mi madre preparaba como si de un ritual sagrado se tratara.
Se sentaba, cruzaba las piernas y abría el diario caduco de dos días atrás como si desdoblara el mapa de un mundo ya conocido, un continente que solo él podía explorar en retrospectiva. De niño, siempre me pareció un hábito extraño. «¿Por qué no lees el periódico fresco, el de hoy?», le pregunté una tarde, sentándome frente a él. Papá levantó la cabeza de las páginas amarillentas y me ofreció una sonrisa que parecía contener todo el peso del tiempo. Nunca fue un hombre de palabras gratuitas, y por eso, no respondió. Solo me pidió que me fijara. «Mira, hijo. Mira bien cómo el papel casi siempre tiene las respuestas». Había algo de nostalgia en su forma de recorrer esas páginas, pero también un cierto consuelo silencioso, como si al pasear esos mundos ajenos, le bastara simplemente saber que existían.
En mi ingenuidad infantil no entendí a qué se refería. ¿Las respuestas? Pensaba que papá, de algún modo, estaba haciendo algo mágico, algo oculto—como si jugar con las noticias vencidas le permitiera conjurar una especie de hechizo sobre el porvenir. Cada día era igual. Leía intensamente desde la contraportada hasta la portada, dejando que cada noticia, cada titular ya superado se deslizara en su mente con la misma pausa calma con la que saboreaba su whisky. Y al finalizar, su mirada se dirigía hacia la ventana, en cuyos claroscuros parecía escudriñar algo que yo jamás lograba discernir.
Sólo cuando fui mayor comprendí. Papá no leía el periódico por sus noticias obsoletas; lo leía por lo que representaban. Cada línea de tinta en esas páginas marchitas le hablaba no de un presente, sino de un pasado que ya no podía tocarle. No era curiosidad; era una búsqueda de consuelo, de dignidad. Porque, una vez que el tiempo ha avanzado, una vez que las grandes desgracias, los cataclismos, la corrupción y las miserias humanas han caído en la irrelevancia del ayer, el presente se siente menos pesado, más llevadero.
«Es como caminar descalzo en una playa después de la tormenta, hijo», me dijo una vez, muchos años después, cuando me atreví a mencionarle su costumbre de nuevo. «Sientes la calma del agua que vuelve a abrazar la orilla. Nadie quiere estar en medio de la tormenta, pero cuando ha pasado, puedes entenderla mejor. Ves la capacidad de la arena para absorber las huellas, para reconstruirse siempre».
No sé si me convenció en ese momento. Para mi joven mente de veinte años, todo aquello sonaba demasiado poético para un hombre al que rara vez había visto emocionarse. Pero lo cierto es que, ahora que sostengo uno de esos periódicos envejecidos que dejó papá al morir, hay algo casi reparador en su ritual. Allí están las guerras, las tragedias y los pequeños triángulos de escándalos locales que ya nadie recuerda. Todo ello, lejano e inofensivo.
Incluso ahora creo verlo: papá regresando a casa después de su turno nocturno en el periódico. Su rostro cansado, marcado por las manchas de tinta que se quedaban atrapadas en el pliegue de los nudillos, no soportaba la tinta fresca, el modo en que se quedaba pegada en los dedos, negra como carbones apagados. Yo sospechaba que había algo más. Él nunca quiso leer las noticias del día porque su trabajo consistía en vivirlas antes que nadie. Mientras los demás aún dormían, él las había visto pasar como vendedores ambulantes; inconclusas, sucias, desprovistas de significado. La sangre aún seca, las palabras aún afiladas. Tal vez, por eso, su ritual al desplegarse la mañana y, antes que comenzara la tarde, era un refugio.
Ahora puedo imaginar el ensueño al que se entregaba al pasar por las secciones: las carteleras del cine, con sus películas que nunca iba a ver. Los obituarios, con nombres de desconocidos cuya existencia homenajeaba con una breve pausa. Los deportes, siempre ligeros, con una alegría física que colgaba en el aire como la fragancia de una primavera tardía. Tras los deportes, la política — internacional, luego nacional, luego municipal—, como un descenso por capas de importancia que lo llevaba paulatinamente al núcleo de los acontecimientos. Y cuando llegaba al final—o más bien, al principio, a la portada que revelaba el peso de las primeras páginas desordenadas—algo en su mirada cambiaba.
«¿Ves?», parecía decir al cerrarlo con precisión milimétrica y dejarlo tan impecable como si nunca hubiera sido abierto. «A veces, todo lo que necesitamos es saber que ya pasó. Que sobrevivimos». Decía que en leer los periódicos atrasados había algo constitutivo, algo liberador: todo lo que en esas hojas se encontraba había perdido su filo, su capacidad de angustiar. Lo malo, lo trágico, lo devastador, ya había sucedido. Leerlo no era enfrentarse al futuro incierto, lleno de posibilidades aterradoras, sino mirar hacia un pasado que se había vuelto inofensivo. «¡Ya pasó!», me decía un día cuando le pregunté por qué hacía eso. «Todo lo malo que lees ahí ya pasó. No hay nada más tranquilizador que eso».
Entonces venía el cierre. Iba al tocadiscos, tomaba un viejo vinilo de jazz y ponía “Five Spot After Dark”. Aquel saxofón melancólico, a medio camino entre el desgarro y la magia, llenaba la estancia como si la música pudiese domar al tiempo o a las palabras no dichas. No decía nada. Él solo estaba allí, inmóvil pero presente, en su burbuja de serenidad autoinventada.
¿Por qué, entonces, me parece que yo no he sobrevivido del todo?. Nunca entendí por completo su rutina mientras vivía, pero con los años, esa imagen se ha vuelto una brújula para mí. No sé si buscaba un refugio, una tregua o tal vez solo calma, pero ahora sé con certeza que leer aquellos diarios antiguos, caminar hacia atrás por las noticias ya viejas, le daba una perspectiva sobre su propia mortalidad. Vivía, de alguna forma, en una pausa tranquila, como un hombre que había tomado conciencia de la fugacidad de todo y decidió que la única manera de enfrentarse al tumulto del mundo era abrazar lo caduco, lo vencido, lo que ya no tenía poder sobre él.
Pienso en él cada vez que abro un periódico y me imagino su rostro, esa media sonrisa de quien sabe más de lo que deja ver. De quien encuentra la belleza, incluso, en aquello que ya ha caducado.
Tal vez, algún día, entenderé completamente. Tal vez tenga que comenzar mi propio ritual, llenando un vaso de whisky y desmenuzando las palabras que dejaron de importar hace dos días. Por ahora, solo me queda el eco del pasado, como un zumbido en la ventana, como un fantasma que insiste: toma tu tiempo, todo ya pasó».
Y, por un breve momento, le creo.