¿QUÉ ES LO QUE PERMANECE?
La anciana estaba sentada junto al fuego, un fuego tenue que parecía murmurar en el lenguaje olvidado del tiempo. Estaba flanqueado por un cuaderno de hojas arrugadas y un tazón de té que ya había perdido el calor. Había algo en su postura, en la curvatura de su espalda y la quietud de sus manos, que hablaba de una vida bien examinada. El viajero más joven, que había estado escuchando con cierta ansiedad, no pudo evitar preguntar:
—¿Entonces todo es circular? ¿Todo vuelve a empezar? ¿Todo termina siendo lo mismo?
La anciana levantó la vista, sus ojos como espejos que contenían el destello de mil caminos recorridos y, a la vez, el vacío del desierto más vasto. Guardó silencio un momento, como si estuviera dejando que la pregunta impregnara el aire y regresara a su interlocutor transformada. Luego respondió, con una voz que llevaba la calma de alguien que ya no le teme al ruido de su mente:
—No es que todo sea igual, aunque a veces lo parezca. Es más bien que todo es… humano. Esa humanidad es lo que subyace en las vueltas del camino. Y en esas repeticiones, en esa danza circular, es donde reside el misterio. ¿Por qué siempre volvemos a las mismas preguntas? ¿Por qué las respuestas parecen siempre incompletas? No es porque estemos fallando. Es porque estamos vivos.
El joven, con su corazón inquieto por las preguntas que lo habían llevado hasta allí, negó con la cabeza con un gesto de frustración contenida.
—Pero hablas como si la falta de respuestas fuera algo bueno. Como si no hubiera nada que buscar, ni nada que encontrar. ¿Entonces para qué caminar? ¿Por qué emprender la aventura, si al final todo termina siendo un ejercicio fútil?
La anciana sonrió con una ternura inexplicable, una ternura que no intentaba convencer, solo acompañar.
—Esa es la paradoja, ¿no crees? Caminamos para darnos cuenta de que nunca hubo lugar al que llegar. Buscamos para darnos cuenta de que ya éramos lo que buscábamos. Pero esa realización no se puede leer en un libro, ni escuchar de los labios de otro. Tiene que brotar desde dentro, como un fuego que sólo surge cuando has pasado por multitud de tormentas.
El joven permaneció en silencio, no porque estuviera convencido, sino porque sabía que ningún argumento cambiaría el ritmo natural de sus propias experiencias. Observó las manos de la anciana: arrugadas, sabias, serenas. En sus palabras había algo que incomodaba y a la vez invitaba.
—He visitado montañas sagradas —dijo al fin el joven—, he meditado en cuevas, he ido a la selva con los chamanes, he escuchado a los sabios más grandes hablar de la verdad, y todo parecía sublime, pero al poco tiempo todo perdía su brillo, como si algo faltara. La iluminación parecía una meta lejana, pero, cuando estaba cerca, me aterraba, como si no fuera más que un espejismo.
La anciana asintió, sin sorpresa, como si ya hubiera vivido esas mismas palabras en algún otro momento.
—Has tocado el borde del gran vacío. Algunos lo llaman desilusión, pero yo lo llamo madurez. Es el momento en que te das cuenta de que las montañas, los gurús, los libros sagrados y tus propias fantasías no pueden completarte. Es como probar el agua de sal para calmar la sed. Todo eso te sirve hasta que te das cuenta de que no es suficiente. Y en esa insuficiencia está la puerta hacia lo que permanece.
El joven arqueó una ceja, intrigado.
—¿Qué es lo que permanece?
La mirada de la anciana adquirió un brillo inusitado, como si esa pregunta la llevara al centro mismo de su ser. Pero su respuesta fue tan simple que casi se perdió entre el crepitar del fuego.
—Tú. La consciencia de ser. No lo que piensas de ti mismo, ni lo que acumulas en tu memoria. Solo tú, sin adornos, sin historias. Ese silencio que puede sostenerlo todo, desde la pérdida hasta la gloria, sin apegos, sin rechazos.
El joven frunció el ceño. Había algo en esas palabras que le resultaba incómodo, pero también magnético, como si rozaran algo profundo y sin nombre dentro de él.
—¿Y cómo sé que no estoy escapando, disfrazando esa idea de aceptación? —preguntó finalmente, con un aire casi desafiante.
La anciana se inclinó hacia adelante, sus ojos brillando como si el fuego de la noche habitara en ellos.
—No se trata de aceptación pasiva, sino de la plenitud que surge cuando abrazas la incertidumbre y dejas de buscar fuera lo que ya está dentro. No es renunciar a la vida, sino vivirla con todo su caos y su belleza, sin dejarte aprisionar por las etiquetas o los resultados. La verdadera aventura no es acumular experiencias, sino transformarte a través de ellas, trascendiendo las ilusiones sin desecharlas.
El joven sintió que algo dentro de él se aflojaba, como un nudo que había atado sin darse cuenta. No era una respuesta definitiva, porque quizá no existía tal cosa, pero sí era un destello de claridad.
Ambos cayeron en un silencio cómodo, mecido por el crepitar del fuego y el suspiro del viento. La anciana volvió a concentrarse en su cuaderno, mientras el joven se envolvía en la tibieza de sus propias reflexiones. El camino lo esperaba, como siempre. Pero esta vez, algo había cambiado. No sabía exactamente qué, pero una nueva pregunta había nacido, una que no exigía respuestas inmediatas: ¿cómo caminar el mismo círculo y, sin embargo, hacerlo siempre nuevo?
Y, en ese instante eterno, el fuego hablaba sin palabras.